Me llamo Jorge Núñez de Prado. Desde los doce años, edad en la que comencé una novela que llegó a alcanzar las doscientas páginas (aunque nunca la terminé), descubrí en la escritura una forma de vocación.

Hoy comprendo que en ella encontré una forma de liberación en muchos sentidos. Por un lado, fue una manera de seguir jugando con la imaginación, como hacía en las horas que pasaba en el jardín con mis juguetes, aunque ahora de una forma más adulta y con bastantes menos limitaciones para desarrollar las historias que quisiera. De otro, fue una forma de canalizar todo el mundo interior que tenía guardado, y que quizá, debido a mi neuro divergencia, no llegaba nunca a expresar a las personas de mi alrededor.

Cuando me preguntan sobre qué escribo, nunca sé bien qué decir. Supongo que me interesa la vida en general, la manera en que le damos significado, pero si tuviera que concretar algo más, diría que siempre me ha llamado el sentido de lo trascendente en nosotros, entender donde reconozco el valor de lo humano, su belleza, y las posibilidades que tenemos de crecimiento. Es una especie de humanismo que no se queda en la reivindicación vacía de sí mismo, sino que se entiende como expresión de una Realidad más grande y bella que nosotros.

Últimamente, no puedo evitar pensar que vivimos en una época mediocre. Oigo hablar de la actualidad, y me parece que hay una falta de profundidad, como si nos quedáramos en una visión plana del mundo, que no dice nada de lo que realmente somos, donde a las cosas que nos ocurren no se les sabe extraer una enseñanza mayor, ni parece que su conocimiento te pudiera ayudar a llegar a algún lado trascendente.

Pero esto me pasaba ya en el colegio. Allí sentía que había algo que fallaba en la manera de enseñar, las asignaturas pocas veces nos tocaban, la preocupación por conocer no calaba en nosotros porque no parecía importarle demasiado a nadie alrededor.

Aun así, siempre hubo clases en las que me parecía vislumbrar otros caminos, donde la verdadera educación consistía en un fin más elevado, uno en el que se descubría que en nosotros existía un potencial, algo que dignificaba lo que somos.

Recuerdo que me sucedió con filosofía, cuando escuché hablar de Sócrates y la Virtud por primera vez. También me pasó estudiando literatura. La edad de plata, por ejemplo, la manera en que escritores pensaron y sintieron un amor por un proyecto de país. Una preocupación porque la cultura sirviera como herramienta de crecimiento humano.

Me intrigó la manera en que miraban con un amor renovado, una idea de país, una cultura, una tradición de pensamiento, mi herencia, que a mí ya no me decía mucho. Entendí que para ellos esa tradición había inspirado el anhelo de construir algo elevado a partir de lo que somos, a partir de nuestras raíces. Que había una forma de redescubrir lo aparentemente conocido, y llevarlo a su mejor expresión. E incluso aunque eso no llegara a fructificar, sí que dejó una época de esplendor que hoy puede seguir siendo ejemplo para generaciones.

Siento que, si algo me queda de esa educación, a veces mecanizada, a veces inhumana y fría, son estos rayos de luz que me dejaron esas pocas clases. Gracias a ellas intuí que existía la posibilidad de una educación humana de calidad, y que existía un camino posible a la sabiduría.

A partir de ahí fui buscando formarme por mi cuenta, tratando de entender en qué consistía este fin de la educación, en qué consistía la verdadera formación humana, cómo la cultura, bien aprendida, podía llevarnos a una mejor expresión de lo que somos. De este anhelo nació “Razón de ser”.

Los valores que inspiran Razón de ser

A lo largo de mi vida he conectado con la importancia de una serie de valores, que han servido de inspiración para este blog: